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Ecofeminismo: el conflicto entre el capital y la vida


Sofía Lorenzo González i Mercedes Vidal

En pleno tiempo de pandemia mundial, viviendo una crisis socieconómica devastadora como la que estamos atravesando, se hace más evidente que nunca que el capitalismo nos tritura y arrasa con toda expectativa y plan de futuro que podamos tener. Estas dos primeras décadas del siglo XXI han puesto en evidencia que el sistema capitalista se devora a sí mismo y, mientras tanto, nos hace tambalearnos. Aun así, ante cada crisis nos hemos querido mantener en pie. En los últimos años hemos asistido al desarrollo de potentísimos movimientos sociales, con décadas de historia a sus espaldas, que ahora, por fin, llegan a una población más general: en el actual panorama cultural, la lucha feminista y la ecologista son dos puntas de lanza que deben ocupar un espacio de centralidad en cualquier proyecto político de izquierdas que se diga transformafor. De hecho, las dos luchas tienen mucho puntos en común. Según Yayo Herrero, activista ecologista y feminista, la mirada ecofeminista permite tomar conciencia de la oposicion y conflicto entre el capital y la vida y puede ayudar a reconfigurar la lógica politica y económica.

Bajo un análisis marxista la relación entre crisis climática y feminismo emerge con más claridad. El filósofo Glenn Albrecht acuñó en 2005 el término “solastalgia”, que alude a la angustia y al estrés causado por la degradación del medio ambiente, tanto globalmente como el que podamos observar en nuestro entorno más próximo. El planeta, y con él nuestro futuro, se encuentra tan amenazado que se tuvo que crear este neologismo para darle nombre a la sensación de preocupación y tensión emocional que este hecho causa en las personas que lo sufren. Evidentemente, estamos ante un problema que va mucho más allá del individuo: la lucha ecologista es una cuestión que debemos abordar colectivamente, incidiendo en las estructuras económicas que permiten la destrucción del planeta y de las especies de seres vivos que habitan en él y, por tanto, de las condiciones que hacen posible nuestro estilo de vida actual. Marx planteó que “el capitalismo tiende a destruir sus dos fuentes de riqueza: la naturaleza y los seres humanos” y, en efecto, no se puede entender la crisis climática como un problema ambiental desligado del sistema capitalista que la provoca, impidiendo que se resuelva. El capitalismo ignora sistemáticamente las mismas bases materiales que lo sustentan: el planeta del que extrae los recursos y la energía que hacen funcionar la economía (que posteriormente transforma en residuos de todo tipo) no entra en los cálculos del libre mercado, como si la economía se desarrollase en la nada. Además, el sistema propugna un crecimiento infinito, cuando la realidad es que la capacidad del planeta para realizar estas funciones básicas (producción de recursos y absorción de residuos) es finita. En definitiva, un contrasentido absoluto en su porpia esencia.

En la misma línea, en los márgenes del sistema, también se encuentra el trabajo de cuidados, tan necesario como los ecosistemas para sostener la economía e igual de ignorado. Un trabajo no remunerado de forma muy mayoritaria, o bien externalizado y sumergido en la precariedad, que no cuenta para la toma de decisiones y realizado fundamentalmente por mujeres. La organización del hogar, la limpieza, el aprovisionamiento y preparación de alimentos… son tareas esenciales sin las cuales ninguna persona podría realizar el trabajo que sí es reconocido y remunerado por el sistema. Es el trabajo invisible que sostiene el resto. De hecho, el trabajo de cuidados también implica la propia reproducción de los seres humanos (no en vano se le denomina también “trabajo reproductivo”), proceso durísimo física y mentalmente. La crianza es un proceso muy largo, ya que la época durante la cual un niño es totalmente dependiente no es corta, y en todo caso infantes y adolescentes necesitan un acompañamiento en todos los aspectos hasta la edad adulta. Tradicionalmente son las mujeres las que han afrontado este proceso, tanto en la vertiente material como en la emocional, sólo con la ayuda de otras mujeres. Actualmente son tareas que asumen, en una sociedad atomizada e individualista, con muy poco acompañamiento y con todo el viento en contra de las dinámicas del capitalismo, que carga la responsabilidad de trabajo reproductivo de forma individual. Según datos de la OIT de 2018, las mujeres realizan el 76,2% del trabajo no remunerado en el mundo, y, aunque hay variaciones, no existe ningún país que presente un reparto equilibrado de estas tareas. En España las mujeres dedican una media de 4,3 horas diarias al trabajo de cuidados, mientras que los hombres le dedican 2,1. Cuando este trabajo es remunerado la situación no mejora; según un informe de enero de 2020 de la ONG Oxfam, en el mundo hay 67 millones de profesionales del hogar, mujeres en un 80% de los casos, y en un 50% sin la protección de un salario mínimo ni de un registro horario.

La crisis de la Covid-19 ha expuesto este funcionamiento de forma flagrante, cuando en pleno 2020 los hogares en confinamiento se han visto forzados a combinar trabajo (a distancia o no) con cuidado de menores y hasta con su escolarización, cosa que se ha convertido, en muchos casos, imposible, y se ha traducido en ua sobrecarga del trabajo de las mujeres. Por poner un ejemplo de la falta de prioridad que se les da a las tareas de cuidados, los debates sobre la reapertura de terrazas o el psoible uso de residencias han estado mucho más presentes en los medios de comunicación que la evidencia de que los niños no se cuidan solos y que, asimismo, experimentan un mayor sufrimiento durante el confinamiento (que, además, en España se ha afrontado con una visión especialmente adultocéntrica). La investigación sobre este tema todavía está en marcha, pero los datos registrados indican que, aunque el tiempo dedicado por los hombres al trabajo de cuidados también ha aumentado, las mujeres que teletrabajan y tienen menores a su cargo son las que soportan el mayor estrés del confinamiento y que son ellas mayoritariamente las que realizan el seguimiento escolar de sus hijos.



No obstante, el trabajo de cuidados no se limita únicamente a tareas no remuneradas. El sector sanitario, el alimenticio, el cuidado de personas dependientes o la limpieza profesionalizada también implican la realización de tareas de cuidados, y del mismo modo que en los casos anteriormente comentados, son asumidos mayoritariamente por mujeres. Hablamos, pues, de sectores altamente feminizados, especialmente aquellas profesiones de menor prestigio y remuneración dentro del mismo sector. Según un informe publicado por el Servicio Público de Ocupación Estatal en 2019, los sectores de actividad profesional con mayor cantidad de trabajadoras eran el comercio al por menor (aproximadamente un 61% de mujeres), la sanidad (más del 73%) y la educación (un 66%), así como un 89% en la ocupación doméstica en los hogares. Bajo el patrarcado en el cual vivimos (del cual, por descontado, el capitalismo también se nutre), a las mujeres se las ha relegado históricamente a actividades que gozan de escaso prestigio social y económico, pero que en cambio resultan imprescindibles para el desarrollo de la vida y de la sociedad.

Si algo ha puesto de manifiesto la pandemia del coronavirus es que la economía no es posible sin el trabajo de cuidados: cajeras de supermercado, médicas, enfermeras, limpiadoras de los hospitales, cuidadoras de personas mayores, madres y muchas otras trabajadoras aportan su granito de arena para conseguir que los daños sufridos por la sociedad en esta época de confinamiento e incerteza sean mínimos. Esto repercute inevitablemente en nuestro estado de salud: los datos publicados por el gobierno catalán a principios del mes de mayo muestran cómo la suma del número de casos confirmados que habían dado positivo en la prueba diagnóstica de la Covid-19 y del número de casos sospechosos era de 124.040 mujeres, mientras que en el caso de los hombres la cifra era de 70.109. El impacto sobre la salud mental está todavía por ver, pero todo indica que tendrá un sesgo de género muy importante.

La explotación del sistema capitalista afecta, pues, a la vida en el sentido más amplio: las dinámicas que extraen el beneficio del trabajo remunerado de mujeres y hombres y que, al mismo tiempo, ignoran el trabajo no remunerado que lo hace posible son las mismas que explotan los sistemas naturales. Nos degradan, tanto a la humanidad como a nuestro único hogar (la Tierra), a la condición de mero recurso o mercancía. Es por ello que la lucha ecologista y la feminista deben ser revolucionarias y trabajar mano a mano: tienen que cuestionar desde sus mismas bases un sistema asesino que destruye el medio ambiente al mismo tiempo que invisibiliza, precariza y obstaculiza la vida de muchas mujeres que trabajan día a día para que la rueda que permite el funcionamiento de la sociedad no se averíe. El denominado “ecofeminismo”, término creado por la escritora Françoise d’Eaubonne en 1974, es un movimiento que pone énfasis en esta conexión entre la degradación del medio ambiente y la discriminación de las mujeres en todos los ámbitos sociales, propia del modelo capitalista y patriarcal. Y es que, en definitiva, el capitalismo no sólo ignora las condiciones que lo sustentan, sino que destruye toda base material para la vida.

Sin embargo, no podemos caer en el esencialismo: “no se nace mujer, se llega a serlo”, como decía Simone de Beauvoir. No existe ninguna base “natural” e inamovible que nos haga mujeres, sino que el género es un constructo social desde el cual nos configuramos y se nos configura en el mundo. No todas las mujeres (sean cis o trans) tienen la capacidad de gestar y, por descontado, no hay ningún proceso fisiológico (como el ciclo menstrual) que nos conecte místicamente con la naturaleza que nos rodea. No debemos caer, pues, en entender esta relación con el planeta desde un enfoque antimaterialista, ya que es reduccionista (y también tránsfobo y transmisógino): las mujeres tenemos mucho que decir en nuestro papel en la lucha ecologista no porque nuestra esencia sea de “cuidadoras” o porque tengamos una “conexión especial” con la naturaleza, sino porque sufrimos la misma explotación. Dentro de la clase proletaria, las mujeres somos, además, de los grupos que sufrirán más intensamente las consecuencias de la crisis climática que ya estamos viviendo alrededor del mundo: trabajos precarizados que ven agravadas sus condiciones por las alteraciones del clima (agricultura de subsistencia, aprovisionamiento de agua, etc), migraciones forzaosas, deterioro de nuestra salud física y mental… se dibujan en el futuro, y ya las podemos ver en nuestro presente. La injusticia nos atraviesa desde diferentes prismas: la clase, la etnia, la procedencia geográfica, la orientación sexual… son factores que indicen en cómo habitamos en el mundo, y debemos tenerlos en cuenta si queremos luchar por la liberación y emancipación de las mujeres desde el feminismo.

Así pues, tenemos por delante una ardua lucha para salvar nuestro planeta y nuestra sociedad de las garras del capitalismo asfixiante. La tierra y el cuerpo de las mujeres son campos de batalla y de resistencia. Aunando las perspectivas ecologista y feminista, desde movimientos sociales que van ganando potencia, podemos llegar a transformar desde la raíz este sistema y construir modelos alternativos que nos permitan no sólo sobrevivir, sino tambien vivir en toda su plenitud.

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